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Derecho y mercado: ¿qué tan ciega debe ser la justicia?

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Dr. Carlos Diego MARTÍNEZ CINCA Profesor de la Facultad de Posgrados Universidad Iberoamericana

Una encuesta realizada entre los jueces integrantes del Supremo Tribunal Federal y los Tribunales Superiores de Brasil reveló, hace ya más de una década, que el 46 % de ellos cree que al pronunciar una sentencia, “el juez debe tener en cuenta el impacto de su decisión en términos sociales, económicos y de gobernabilidad”. En otras palabras: que los jueces no pueden ni deben desentenderse de las consecuencias sociales ni del impacto que con sus sentencias provocan en el sistema económico de una determinada sociedad.

¿Pensarán igual los jueces de Paraguay? ¿Sabrán cómo medir el impacto de sus sentencias en el sistema económico de esta pujante Nación? ¿O seguirán creyendo, con Montesquieu, que ellos son apenas “la boca inerte de la ley”?

En abril de 1989 una Suprema Corte de Justicia en Argentina dictaminó que cuando un ciudadano pretende hacer responsable al Estado por los daños sufridos a causa de un fenómeno natural (un aluvión en aquel caso, pero bien podría tratarse de un terremoto, un tsunami o cualquier otra catástrofe), la eficiencia constituye la regla básica por la que los jueces deben orientarse antes de establecer una responsabilidad jurídica en cabeza del Estado. Dicho de otro modo, y valiéndonos del ejemplo que disparó la sentencia de aquel Tribunal: si para prevenir el daño que la ocasional crecida de un río había causado en una determinada población se hubiesen necesitado 10 millones de dólares en la construcción de defensas aluvionales, y el daño provocado, valuado en su entera magnitud, no superaba la cifra de un millón de dólares, entonces no parecía justo imponerle al Estado la obligación de resarcir los daños ocasionados por la naturaleza. ¿Por qué? Pues por un principio básico de justicia, muchas veces ignorado y hasta demonizado por muchos dogmáticos del Derecho que miran con añoranza el pasado y sienten nostalgia por las formas de impartir justicia en la república romana o en la polis griega.

Un principio elemental de justicia establece, en efecto, que si todos los ciudadanos que forman parte del Estado sostienen el erario de forma proporcional a su capacidad contributiva (principio básico de las finanzas públicas), y es precisamente del erario público de donde proceden los fondos con los que deben pagarse las obligaciones que los jueces imponen al Estado (como la obligación de resarcir los daños provocados por catástrofes naturales), entonces los criterios, las reglas o las pautas con que deben afrontarse esas obligaciones no pueden no tener en cuenta la proporción entre el costo social y el beneficio social. ¿Por qué, cabría preguntarse nuevamente? Pues por una realidad económica insoslayable hoy en nuestro mundo: los recursos son escasos, y puesto que con ellos deben afrontarse necesidades que superan los recursos disponibles, debe hacerse un uso eficiente de los mismos. Nuevamente: si el costo social de una determinada solución (por caso: construir defensas aluvionales por 100 millones de dólares) es superior al beneficio que se obtiene de ella (evitar un daño de un millón de dólares), no parece haber racionalidad ni justicia en la sentencia que le imponga al Estado (a todos los contribuyentes, en definitiva) la obligación de reparar ese daño.

Esta forma de razonar –extensiva a muchas otras áreas del Derecho, y no solo a las que tienen como protagonista al Estado que todos los contribuyentes sostienen con su aporte– se conoce desde hace un tiempo como Análisis Económico del Derecho y constituye una de las fronteras cuyo trazado debemos revisar en Paraguay: la permeable frontera entre el Derecho y la Economía. Cuando se revisa el trazado de una frontera, el propósito principal que debe guiar la revisión es el de no dejar afuera las regiones que histórica y naturalmente han pertenecido al país de origen. De hecho, la Economía formó parte del Derecho en la enseñanza de las universidades europeas hasta bien entrado el Siglo XIX (una obra póstuma de Adam Smith, padre de la Economía Moderna, se titulaba “Lecciones de Jurisprudencia”, que era el nombre con el que se identificaba en el Siglo XVII a la Economía Política).

Sin embargo, y por desgracia, la economía y el razonamiento económico parecen ser hoy “tierra inhóspita” para muchos jueces y legisladores que imparten justicia, promulgan leyes y definen políticas públicas de espaldas a la realidad económica y a las ineficiencias sociales que con ellas se generan (dando cumplimiento, así, al viejo adagio fiat iustitia et pereat mundus). Sin embargo, y para fortuna del Paraguay, existen también ámbitos académicos que están tratando de revertir ese panorama, como es el caso de la Facultad de Posgrados de la Universidad Iberoamericana que ha incorporado el Análisis Económico del Derecho como módulo obligatorio en su Especialización en Ciencias Jurídicas.

En un curso de Análisis Económico del Derecho, como el que se imparte en la UNIBE, se aprende, entre otras habilidades, a descubrir y esquematizar la lógica económica “implícita” en el razonamiento jurídico sin necesidad de apelar a modelos matemáticos complejos ni a herramientas que estén fuera del alcance profesional de un juez o legislador. Resulta sorprendente descubrir, por ejemplo, que conceptos tan dogmáticos como el “factor de atribución” o la “relación de causalidad” en el Derecho de Daños se expliquen mejor y se apliquen mucho mejor aún cuando se comprende la lógica económica en virtud de la cual han ido evolucionando a lo largo de la historia.

Si se mira con cierta amplitud de mente, todo litigio encierra, en el fondo, un dilema económico: cómo asignar un recurso escaso a las dos partes que compiten por él en una contienda judicial. Y aunque una de las leyes fundamentales de la economía establece que se debe asignar un recurso escaso a quien puede hacer de él un mejor uso, un uso más valioso (puesto que de ese modo todos terminamos ganando), gran parte del universo jurídico se resiste todavía aceptar que el Derecho funcione de ese modo. Mas no se trata de cambiar la lógica jurídica por una lógica económica, sino de comprender la estrecha relación que existe entre ambas, ya que en definitiva son dos caras de un mismo objeto cuyas aristas se aprecian mejor dependiendo del ángulo de observación adoptado.

Así como existe un lado oculto de la Luna que no puede verse desde ningún punto de observación fijo en la Tierra, la otra cara de la justicia, la eficiencia, sólo puede apreciarse cuando se está dispuesto a abandonar la creencia de que la Tierra (o el Derecho, en este caso) sea el centro del Universo. En definitiva, eso era, y no otra cosa, lo que encerraba la predicción del Juez Oliver W. Holmes (el representante más conspicuo, quizás, del realismo jurídico norteamericano): “Para el estudio racional del Derecho el hombre de portafolios negros puede ser el hombre del presente… pero el hombre del futuro es el hombre de las estadísticas y el señor de la Economía”.